Como hemos visto, en La Rioja apenas hubo enfrentamientos armados tras el alzamiento de los cuarteles. Los sindicatos y partidos políticos fieles a la República no pudieron ofrecer resistencia, salvo un pequeño conato en Alfaro y Cervera, que fue rápidamente sofocado. A partir de ese momento grupos de falangistas y requetés iniciarán la represión con el aliento y beneplácito de la Guardia Civil y del ejército.
Se ponía en marcha una operación de limpieza política calculada y orquestada desde los altos estamentos del nuevo poder. Las cárceles se llenan de presos, de tal manera que surge la necesidad de crear centros de detención improvisados, como ocurrió en Logroño con la Escuela Industrial o el Frontón Beti-Jai.
Desde esas cárceles, en paseos nocturnos y sacas colectivas, la maquinaria represora llenará de cadáveres las tapias de los cementerios, las cunetas de las carreteras y los barrancos de muchas poblaciones. Otros ni siquiera pisarán los centros de detención, y serán asesinados en descampados poco después de ser detenidos en sus propias casas o en su puesto de trabajo.
Lugares como el Carrascal en Cervera, el túnel de Viguera, el Alfalfal en Ausejo, los Álamos en Calahorra, el cementerio de Haro, las cunetas de Villoslada y Montenegro de Cameros, la Pedraja en la provincia de Burgos y especialmente la Grajera, las tapias del cementerio y la Barranca, en las cercanías de Logroño, acogerán en su regazo los cuerpos de estos dos mil riojanos, cuyo principal, y único, delito fue simpatizar y votar por ello a la República o al Frente Popular. Se trataba de alcaldes, concejales, funcionarios, abogados, médicos, empleados, albañiles, pastores, jornaleros, labradores…
La represión también se ensañó con las mujeres. Además de las asesinadas, alrededor de 40, muchas más fueron rapadas en público, obligadas a beber aceite de ricino y paseadas para escarnio público por las calles de Logroño y de otros pueblos.